lunes, 31 de agosto de 2009

Los inicios

Cuando estaba en tercer grado me doblé un tobillo. Jugábamos a la mancha y me desplomé sobre la cerámica que revestía a nuestro patio. Serían como las 10, 30 de una mañana soleada cuando me llevaron a los saltos a la dirección del colegio que daba a la puerta de entrada. Desde ahí, vislumbré a mi papá que pasaba de un lado a otro mirando el colegio. Hacía semanas que no lo veía ni sabía de él. Le grité a los maestros, “mi papá está ahí!”, y rápidamente lo fueron a buscar.

C.: Papá, qué hacés aca?
Papá: No sé. Se me ocurrió pasar.

Y así me levantó a upa rumbo a su Taunus verde. Todavía no puedo olvidar las palpitaciones que tuve ese día. Me sentí tan importante; imaginaba que él había presentido mi dolor y mi vergüenza a causa de un tobillo esguinzado y que entonces, preocupado y muerto de amor, habría corrido por cuadras para llegar al lugar del accidente. Ese momento para mí fue casi místico. Hoy comprendo que todo fue una casualidad pero sé que marcó para siempre la relación con mi papá y con los hombres.

Mis problemas de peso nunca fueron una barrera a la hora de establecer un vínculo con los demás. Logré, con el nivel de autoexigencia y omnipotencia del que vengo hablando desde el inicio de este blog, que las personas no lo registraran. Los amores empezaron como a los seis años pero después del evento casi teatral con mi papá se acentuaron. No sólo me enamoraba perdidamente sino que hacía de todo para que el otro se diera cuenta y luego muriera de amor por mí (por supuesto que a veces los planes fallaban).

En sexto grado me enamoré del chico más popular de la escuela y después de que varios compañeros le comunicaran acerca de mis intenciones, él dijo “Caro es muy varonera y no me gusta”. El rechazo me causó dolor pero estuve meses analizando lo que él había expresado. A fin de ese ciclo escolar, uno de mis grandes amigos (un año mayor que yo) terminaba séptimo grado. En el último segundo de clase del año, Antonio P. me llevó a un rincón, respiró hondo, se puso todo colorado y me dijo “sos desde hace años el amor de mi vida y apoyó sus labios apretados en los míos”. Luego salió corriendo y no lo ví hasta dos años después; pero ese beso, esas palabras y esa taquicardia descubrieron mi femineidad, mis primeras sensaciones concretas acerca del amor, el sexo y la intimidad.

Al año siguiente, llegué a séptimo con aires de mujer, algo más femenina y me puse de novia con el chico popular que antes me había dado vuelta la cara, Nahuel E. Fue él quien a principios de mi etapa secundaria me dió el primer beso, el verdadero. Pocos y desprolijos pero aún los recuerdo.

Ayer viendo el final de una comedia romántica, recordé estos eventos. Recordé físicamente roces, sensaciones, gestos. Los del inicio. Los momentos en los que todo empieza. Apareció la palabra Intimidad en mi cabeza y ví que siempre fue una de mis vías de escape, el hecho romántico que supera cualquier ficción. Una forma de auxilio de las más sanas que encontré. Seguramente desde aquella mañana en la que mi papá me subió a su auto totalmente vulnerable y con la sensación de haber sido salvada comencé a idealizarla. Para dejar de hacerlo (o por lo menos empezar a hacerlo) tuve que experimentar varias historias que intentaré contar en los próximos días.

lunes, 24 de agosto de 2009

EN BLANCO

Hace tres días que quiero publicar y no me sale nada. Sé lo que quiero expresar pero no me salen las formas. Quizas sea algo positivo. Quizás esté sientiendo más. Pero por otro lado desde que empecé este blog siempre me brotaron las palabras. Surgirán mañana? Posiblemente este Lunes en particular no sea un buen día para empezar (a escribir).

sábado, 15 de agosto de 2009

Las Otras

Siempre me llamaron la atención las mujeres. Siempre quise ser como ellas. Comos todas las mujeres de mi universo. Hoy, ya no. Pero antes sí.

Mi abuela Matilde, la mamá de mi papá, fue uno de mis grandes referentes. Ella trabajaba como planchadora en casas de familia de la alta sociedad y cuando juntó el dinero que necesitaba echó a su marido “por vago, mujeriego y parrandero”. Ahí mismo se buscó uno nuevo; alguien sumiso, inocente y trabajador: Mi abuelo Eduardo.

Mi abuelita cordobesa era muy graciosa y rolliza. Tenía una nariz perfecta, respingada con pompón, unos ojos color miel cuya mirada hablaba. Cuando mi abuela me observaba no sólo lo hacía con amor y orgullo sino que me traspasaba con reconocimiento. Me sabía suya; hija de su hijo. Su casa, humilde, siempre olía a almidón y a las mejores recetas de campo. Para mí, era una Diosa del hogar. Le gustaba el tango pero la apasionaba el bolero. Me decía, “que hermosa voz tenés Carito. Yo sé que te gusta el rock y toda esa música que te hacen escuchar tus papás pero a mi me encantaría que aprendas las canciones de Manzanero”. Yo la complacía y al memorizar las melodías ella me grababa cada noche que me invitaba a dormir. Siempre me pregunté si, en mi ausencia, escucharía las cintas entre emocionada y muerta de risa.

Mi otra abuela quien se había acercado a la familia para “disfrutar de sus nietas”, tenía una casa en Guido y Ayacucho reluciente, con obras de arte colgadas en la pared, una biblioteca atestada de escritores y ningún síntoma de hogar. Mi abuelo era sordo, cualunque y maltratado por Nélida, la madre de mi mamá, que tenía la piel de porcelana. Lo curioso es que su frialdad también era como la porcelana. Nunca sentí afecto por ella. Pero su heladera tenía litros de Coca Cola y lo más increíble para mí era su televisor. Esa caja me permitió conocer a Niní Marshall y a Pepe Biondi. Yo no sé si a esa edad entendía pero me reía a carcajadas y jugaba a ser Catita frente al espejo de mármol de mi abuela.

En esa casa también estaba la hermana menor de mi mamá. Había vuelto de su viaje al Kibutz totalmente europeizada, moderna y caprichosa. Le encantaba jugar con nosotras y además nos usaba para encantar novios. Me peinaba, me compraba ropa linda y me llevaba a tomar submarinos a La Biela. Muchos hombres se sentaban en nuestra mesa a conversar; luego mi tía me dejaba en casa y ella se iba con el elegido de la tarde. Mi tía era muy divertida e infantil; y con ella aprendí sobre las artes de la seducción.

Ellas, las otras, las mujeres de mi vida me marcaron para siempre. Soñaba con cocinar y reír como mi abuela Matilde, con tener el control de las cosas como mi otra abuela, con divertirme como mi tía y con ser tan rebelde (así la veía yo) como mi mamá. Los hombres hasta ese momento no me importaban, no me llamaban la atención y los veía extremadamente débiles.

Sin embargo a mis cinco, cuando mi mamá perdió un bebé, todo cambió. Recuerdo que mientras lavaba los platos, sumergida en lágrimas nos dijo a mi hermana y a mí que el bebé no iba a nacer. Recuerdo el ruido del agua cayendo en la pileta. Recuerdo que sus lágrimas también caían estruendosas.

A partir de ese día y hasta los seis años no tengo imágenes de mi papá. Algo de mi mamá se perdió y probablemente yo, por un largo tiempo, quise hacerme cargo de encontrarlo. Entró en un pozo depresivo y fue un fantasma durante meses. Esa realidad, mi instinto de supervivencia, mis ilusiones y la visión equivocada del mundo me obligaron a tomar las riendas de mi vida. Decidí independizarme. Y, creo que de algún modo y desde la carencia absoluta, lo hice. Dejé de buscar referentes y quise convertirme en el mío propio. Comencé a tejer mis corazas de autoexigencias, manipulación, seducción y lírica que en ese momento me salvaron. Las otras. Todas corazas femeninas, complejas. Las otras Carolinas, las que me estoy quitando. Las que desaparecen y me alivianan.

martes, 11 de agosto de 2009

Explota o Implota?

Tengo pocos recuerdos de mi primera niñez y algunos son básicamente sensoriales. Nací en 1975 cuando el proceso militar hacía estragos sobre varias generaciones. Mi mamá dice que el miedo y el desconocimiento de lo que verdaderamente pasaba creaban un clima de tensión y oscuridad.

Recuerdo que todas las noches (seguramente no eran todas, pero así lo recuerdo yo) mi casa se transformaba en una especie de recital íntimo. Mucha gente de pelo largo venía a hacer música con mi papá. Algunos referentes del rock del momento como Rubén Basoalto y Willy Quiroga de Vox Dei; Javier Martínez de Manal; Santaolalla!! y varios amigotes más se juntaban a ahogarnos en humo y zapadas de música que nunca terminaban. Es cierto que nosotras teníamos que descansar y que había ciertos límites que evidentemente no se respetaban, pero el recuerdo sensorial que me queda de esas noches es encantador.

Durante el día, mi mamá cantaba. Era la peor ama de casa y cocinera del mundo, pero nos llenaba de música e historias que leía o inventaba. Mi papá no estaba casi nunca y cuando estaba hacía estragos; pero recuerdo que me sentaba frente al tocadiscos, en upa, y me invitaba a escuchar las mejores bandas del mundo. Si cierro los ojos puedo descubrir esos contrabajos resonantes, las trompetas totalmente locas, los saxos pulposos, las violas crujientes.

Puedo recordar también las peleas de mis padres y cuando lo hago me veo muy chiquita haciendo memoria emotiva en algún rincón de la casa, conectándome con la música que me presentaba mi papá, con el canto de mi mamá, con los libros que nos leía y las noches de fiestas. No quería oír discusiones y entonces viajaba a ese mundo fantástico que ellos mismos me habían mostrado.

Seguramente mi mamá se sentía culpable por no poder manejar ciertos hechos no aptos para niños, por sentirse débil y entonces me decía “Vos sos hermosa e inteligente. Nadie va a impedir que hagas lo que quieras y sueñes. Podés lograrlo todo”. Me lo repetía tantas pero tantas veces sin decir o aclarar otras cosas que me lo creí. Y me convertí en alguien sumamente autoexigente, controlador e idealista.

Allí, de pequeña comencé a esbozar mis primeros excesos. Cerraba los ojos muy seguido para escuchar música e inventar historias increíbles en las que era protagonista. Quería manipularlo todo.

A los 4 años decidí que durante un tiempo iba a ser Raffaella Carrá. Y cuando los amigotes de mis viejos venían a casa, me subían a la mesa ratona para cantar mi canción preferida “Explota, explótame, expló. Explota, explota mi corazón!”. Nadie se dio cuenta de que eso era una señal. Mi corazón implotaba por tantas confusiones, por tantas conclusiones incorrectas. La implosión, en realidad, fue el primer síntoma de mi tendencia a engordar y mi relación con la comida. Es gráfico!

Ahí mismo empecé a conformar mi ego. Un ego importante, carismático que respondía al pedido de mi público. “Fiesta, qué fantástica, fantástica esta Fiesta!!”.