Cuando estaba en tercer grado me doblé un tobillo. Jugábamos a la mancha y me desplomé sobre la cerámica que revestía a nuestro patio. Serían como las 10, 30 de una mañana soleada cuando me llevaron a los saltos a la dirección del colegio que daba a la puerta de entrada. Desde ahí, vislumbré a mi papá que pasaba de un lado a otro mirando el colegio. Hacía semanas que no lo veía ni sabía de él. Le grité a los maestros, “mi papá está ahí!”, y rápidamente lo fueron a buscar.
C.: Papá, qué hacés aca?
Papá: No sé. Se me ocurrió pasar.
Y así me levantó a upa rumbo a su Taunus verde. Todavía no puedo olvidar las palpitaciones que tuve ese día. Me sentí tan importante; imaginaba que él había presentido mi dolor y mi vergüenza a causa de un tobillo esguinzado y que entonces, preocupado y muerto de amor, habría corrido por cuadras para llegar al lugar del accidente. Ese momento para mí fue casi místico. Hoy comprendo que todo fue una casualidad pero sé que marcó para siempre la relación con mi papá y con los hombres.
Mis problemas de peso nunca fueron una barrera a la hora de establecer un vínculo con los demás. Logré, con el nivel de autoexigencia y omnipotencia del que vengo hablando desde el inicio de este blog, que las personas no lo registraran. Los amores empezaron como a los seis años pero después del evento casi teatral con mi papá se acentuaron. No sólo me enamoraba perdidamente sino que hacía de todo para que el otro se diera cuenta y luego muriera de amor por mí (por supuesto que a veces los planes fallaban).
En sexto grado me enamoré del chico más popular de la escuela y después de que varios compañeros le comunicaran acerca de mis intenciones, él dijo “Caro es muy varonera y no me gusta”. El rechazo me causó dolor pero estuve meses analizando lo que él había expresado. A fin de ese ciclo escolar, uno de mis grandes amigos (un año mayor que yo) terminaba séptimo grado. En el último segundo de clase del año, Antonio P. me llevó a un rincón, respiró hondo, se puso todo colorado y me dijo “sos desde hace años el amor de mi vida y apoyó sus labios apretados en los míos”. Luego salió corriendo y no lo ví hasta dos años después; pero ese beso, esas palabras y esa taquicardia descubrieron mi femineidad, mis primeras sensaciones concretas acerca del amor, el sexo y la intimidad.
Al año siguiente, llegué a séptimo con aires de mujer, algo más femenina y me puse de novia con el chico popular que antes me había dado vuelta la cara, Nahuel E. Fue él quien a principios de mi etapa secundaria me dió el primer beso, el verdadero. Pocos y desprolijos pero aún los recuerdo.
Ayer viendo el final de una comedia romántica, recordé estos eventos. Recordé físicamente roces, sensaciones, gestos. Los del inicio. Los momentos en los que todo empieza. Apareció la palabra Intimidad en mi cabeza y ví que siempre fue una de mis vías de escape, el hecho romántico que supera cualquier ficción. Una forma de auxilio de las más sanas que encontré. Seguramente desde aquella mañana en la que mi papá me subió a su auto totalmente vulnerable y con la sensación de haber sido salvada comencé a idealizarla. Para dejar de hacerlo (o por lo menos empezar a hacerlo) tuve que experimentar varias historias que intentaré contar en los próximos días.
Quebranto emocional
Hace 12 horas